Marina

Hago una oración cada noche. Sabes que no creo en Dios, pero me gusta invocar al ángel de la guarda y en dejarlo nacer en mí como imagen, primero, lo arrojo más allá de mí, de mis solitarias fronteras, de mi insobornable exilio (ah, debo recordar ahora los desfiladeros que con mis yemas he besado…). Él sí puede extender sus alas sobre los rostros quemados por el sol. Él sí puede fijar su mirada impotente pero serena sobre los pies descalzos y los fluidos encostrados de los niños. Yo no, yo no. Lo envío a él y me obligo a no voltear la mirada. Tanto silencio desde mi patria. Y yo con las palabras quemándome las manos, estrellándose en mis carrillos, sometiéndose en mis labios. Se quedan ahí mismo porque no hay derrotero. Guardan la promesa del “momento justo” -¿acaso existe un justo momento?