Marina

“Les mortels -je m’en méfie,
Peu me chaut qu’ils me charment…
Arbres! Je vais à vous!…” 
Marina Ivanovna Tsvetaïeva. Les arbres
.

Exilio

Hago una oración cada noche. Sabes que no creo en Dios, pero me gusta invocar al ángel de la guarda y en dejarlo nacer en mí como imagen, primero, lo arrojo más allá de mí, de mis solitarias fronteras, de mi insobornable exilio (ah, debo recordar ahora los desfiladeros que con mis yemas he besado…). Él sí puede extender sus alas sobre los rostros quemados por el sol. Él sí puede fijar su mirada impotente pero serena sobre los pies descalzos y los fluidos encostrados de los niños. Yo no, yo no. Lo envío a él y me obligo a no voltear la mirada. Tanto silencio desde mi patria. Y yo con las palabras quemándome las manos, estrellándose en mis carrillos, sometiéndose en mis labios. Se quedan ahí mismo porque no hay derrotero. Guardan la promesa del “momento justo” -¿acaso existe un justo momento?

No he visto rostro humano –dudo, no quiero fijar el tiempo, ando con las palabras que darían sentido a la frase cual si hubiera camino certero: “no he visto rostro humano hace…” Dudo, sin embargo. Antes del hace -un abismo. Ya no sé del tiempo- imagino. Hago uso de mi imaginación, es eso. Con lo poco que he comido me convenzo cada vez de que es lo único que me mantiene con vida, es eso. Ella, porque me permite seguir inventando un existir. Seguir inventándote, es eso. Sí. Hoy tu nombre me sabe a sepultura. Te oigo remover hojas secas tan cerca que no puedo más que creerte fantasma. 

*

Lo supe cuando le vi elevar el brazo sobre “su pueblo” y sus cuencas inundándose en carbón encendido. El “guía” de ojos encarbonados. De la estepa vino el silencio imponente, su mensaje era un acertijo bajo los pies que se tradujo en una presencia en el aire vacuo. Y esta presencia era ese implacable silencio de la estepa. Hay seres que sólo pueden escuchar con los oídos. Y hay seres que sólo pueden escuchar sonidos por los oídos. La estepa no “les habla”. 

No he visto rostro humano. Tanto sol. Se viste de juez severo cuando entrevé en las esquinas de mi boca un boceto de esperanza. Borra ardiente todos los matices que podrían conmoverme. Su bruma no me deja andar, atraviesa mi mirada, hace de mi visión una especie de surco con pantalla y diseca tras ella cualquier latir. Hasta los intangibles. Destellador voraz que señala lo posible y lo carcome al instante. 

*

Tu beso juega a las escondidas en mis labios. Huyes entre abetos y tus manos rozan acolchadas espigas –rojas, rojas- entre mis miembros. Mis vetas son tu sendero. Bebes de ellas como antaño de las riveras y ríes; ¿crees que extraes vida, que robas vida acaso? Gozo. Óyeme: yo gozo. 

Recuesto mi nuca y tu lengua se hace condena. Mi cuerpo es tu residencia. Instantes sagrados, visiones peregrinas pasean y yo quiero que me inviten. Pero mi realidad es lo que antes era duermevela: sumergida en la imposibilidad del movimiento mientras la idea que pide auxilio se atasca en la garganta. Se llama, llamo, pero el cuerpo es una masa informe sin voz. 

(En nuestra duermevela perpetua…)

Un bel volver

Las yemas de los dedos por el desfiladero. Húmedo. La piedra conserva el beso del mar como olor a sal. Destellos dilatándose sin origen preciso o dirección. Veladura absoluta. Camina. Las olas danzan bajo los pies. Traen una música de siglos, familiar. Dentro en el pecho el corazón es un pájaro sacudiéndose baño de aurora. Camina. Fibras ardiendo alrededor de una bola cristalina. Se ve fuera, arde en la carne. Hombre sin rostro. El tiempo es un viejo con  espada, el destino un loco en harapos, -reminiscencia del poema de Arseni T… 

Sofá. Mejilla sobre el tapete vino tinto. Cordones violeta enlazan zapatos de charol de la madre. Madre sin rostro. Su voz duele. Ausencia de alguien. Sin nombre. Los dedos sobre un libro. Trazan una ruta. Encontrar el camino del conejo. Encontrar un camino.
“¿Una alegoría? ¿Mi primera alegoría?” 

Botas. Pantalla, pancartas rojas. Gritos. Un auto pita en la lejanía. Pancartas, confeti. Él, con ruana sentado en la silla del jardín frontal, habla a la urraca con sus ojos azules, mirándola. Tiene voz rasgada y pico de urraca él mismo: “Revolución”.

Tieso. Las manos entrelazadas. Yemas que rozan el cuerpo, mármol ahora.
Escucha aún: “Revolcación” a la urraca. “¿Dónde está tu voz ahora?”
Veladura. Los dedos en el desfiladero. Voces de esferas de luz. Alto muy alto. “¿Tu cielo?”
Tul negro. Canto judío. Tul negro, encajes y un anillo de perla negra en dedo delgado. 
Mira sus pies bajo la arena. Vestido rojo de seda. 
Veladura absoluta. Un jardín. Libro con letras doradas por suelo. Verde de pasto y dorado.
Una mujer gitana. 
Una niña gitana. Marina. Alguien hizo el punto falso de lunar junto a unos labios. 
Canto gitano. 
Rojo absoluto. 
Los ojos del bisonte blanco. 

*

Desperté con sus ojos parpadeando en mi pecho. Mis dedos danzaban aun entre las fibras sedosas que tenía por melena. Larga. Su firmeza de tronco de árbol prehistórico, duradero. En su lomo la supervivencia de siglos, es eso, los gestos de resistencia de la humanidad entera desde el origen de los orígenes. Un silencio y quietud imperturbables me abrazaban. Provenía de él este nuevo estado. Reconocí mi pequeñez dentro de la grandeza, pero era un reconocimiento liviano, sin culpa. El juicio que pretendía tomar forma se descomponía cada vez en cada intento. 

Vuelvo allí. Lato atravesando su frente y su visión antigua. Privilegio si me adentro. Me fundo en la sabiduría más allá del reloj y los muros. Él ha sido, ha estado y es sin medida. El tiempo -que vigila y guia los destinos humanos- es el suelo sobre el que se regodea su andar, hace polvo su cabriola los minutos y cada grano es un segundo arrojado, arrojado simplemente. Su voluntad presente es la confirmación de la verdad vedada para los caza verdades. Ahí estaba yo antes de esta noche y de este sueño. 

No lo recuerdo frente a mí. En mi sueño yo era espectadora y a la vez presencia cobijada en su existir en ese instante y preciso lugar. Un niño o una niña. Un ser infante jugueteando cerca suyo. Me desperté pensando que era un animal mágico. Como el de la infancia, el Unicornio. Luego cayó pesadamente su nombre sobre mi ilusión, era un bisonte, “los bisontes existen ya”. Y en la caída y la desilusión se alzó de nuevo su níveo porte. 

Lágrimas. No lloro cuando escucho el estruendo de bombas, pero mis ojos llueven a la vista del bisonte. 

*

Tengo miedo de no ver. Galina, la pintora de los grandes ojos, me cobija y me sumerge. Ella no sentía pena por el “decir”, las palabras son magnánimas en diluirse y hacerse color, presencia, atmósfera, para ella, y su pincel las atrapa en cada nueva versión de sí mismas y las tiende, las estira y las comprime o salpica. Las hace vestirse de óleo e idea y cobrar plasticidad. Tengo miedo. En este enamoramiento mío desconozco lo amado, mis ojos no alcanzan a apreciar su vastedad y mi frustración me inclina más. Pero soy terca. Mi miedo carcome silenciosamente mientras mi terquedad me inmuniza. En la tensión me mantengo activa. ¿Amar el lenguaje? Qué condena. Qué condena cuando se quiere todo del amado. 

Debo aprender de los místicos la paciencia.  

Lenta y pesada corre mi existencia; pero no tranquilamente. Sé que allá fuera todos los pies que ocupan un espacio en la tierra corren. ¿A dónde? ¿Alguien puede decirme a dónde? ¿Y cómo es que hasta aquí han llegado? ¿Y qué es ese aquí? Las respuestas saben a declaración de guerra, a negocio de repartición de tierra, de oro, de puestos, de empresas, de mandos, de humanos, de vinos, de ropas, de segundos para esto y aquello. 

Pudo no ser, pero estuve en el seno de un corazón desangrado. ¿Mi tierra? No una nación: mi tierra está entre los cuerpos de toda humanidad. Corazón desangrado: Rojo más rojo más rojo. Las manos, el azadón y la pala, perforaron tierra y venas humanas. Rojo más rojo más rojo. Podría vivir aquí una generación entera y entonces vería correr por los cauces de nuevo rojo más rojo más rojo. Lo sé.

No podemos salirnos de nuestra piel. ¿Queremos salirnos de nuestra piel?  Wo soll ich hin? Wo bin ich her?

No reconozco. No me reconozco. Dicen cosas en voz alta, todas esas bocas abiertas que opinan. Gritan su singularidad –en coro. Yo miro uno por uno. Los miro. No salen de su danza diaria; un dios es el reloj que acompaña, habla; la mañana y la noche los dos bordes del cajón donde se muere y resucita cada día; se recuerda porque se talla la madera, entonces ya sabes mañana y pasado y pasado. Rápido. Rápido. Rápido. Hoy el tren. Mañana un click. ¿Fue ayer el tren? ¿Es hoy el click?

Vertiginoso, dicen. Me anticipo al fin de los tiempos mientras pongo en cuestión la formulación. Aprendí a saber del transcurrir de la vida por las ocupaciones primero y luego arrancándome de los asuntos humanos. El tiempo es un sabor a polvo a veces, a veces a leche dulce, a veces es suspiro lejano. Cada segundo tiene un sabor y es inevitable. Veo mis manos, me veo toda desde la clavícula hasta la punta del dedo gordo y sé del espacio a cada inhalación.

*

Sólo si mi cuello encuentra tu nariz durará mi olvido y seré un ardor vertiéndose como lava desde el centro en todas las direcciones. 

*

¿Aún si estuvieran aquí se haría esta sensación que llamo insatisfacción?  

*

Al alba. Al ocaso. Cuando el día se parte en dos, hago una oración. Envío las palabras atravesando lo invisible denso desde aquí hasta donde espero que alguien abrace su llegada. Me salvo, si me abandono a ella –a la oración- vuelvo al regazo materno, el antes de cualquier comprender o significado, plenitud sola, blanda y terracota. No lloro. En la oración asesino el dolor que quiere abrirse paso -hedonista como es- y abarcarlo todo, todo mi ser y por extensión el mundo. La oración es humilde en cambio. Las palabras en la oración son humildes, no aspiran preponderancias, se armonizan como absoluto en cada línea y van palpitando. Un solo latir que pide lo no asible pero necesario: eso que hace tender al humano fuera de sí para y con la vida (un nombre, un deseo, una mano, un camino u horizonte, unos pies que quieran caminar). De esa tendencia vienen todos los regalos y las desdichas del ser humano. 

Culpa. Culpa. Culpa. Heredada. 

Malestar. Porque no estuve allí, porque huí. ¿Qué más hacer? Si iba a morir, no en rojo. No en manos de otros. Impotencia. La palabra cobardía me pesa, su pesantez viene del firmamento y me elimina. 

Muerte. Hemos hecho del suceso una presencia. ¿Qué es la muerte, como el tiempo, como la  vida, como el dolor… como el augurio, como el sino? 

Morir.

Morir -un no volver. Volver como sueño –aunque sea la vida sueño, cada presente, por fugaz, que se materialice, nos hace recordar más la piel y la piel es ignorante de ser materia desvaneciéndose a cada instante. Muerte: ser recuerdo. “¿Sobre la faz ya no serás?”. Devorarse todas las preposiciones y ser dueño de la omnipresencia. Eliminar la preposición. 

Polis

No creí en la palabra patria. Llamar madre a “la patria”. ¿Qué entienden por patria los que me obligan al exterminio de las ideas ajenas, al odio, a la simplificación de los ideales más preciados humanos? La solidaridad, la virtud, la igualdad… desfiguradas. Un nuevo dios avistado y la patria con mano grave descendiendo las cabezas. Cabeza que no ve, solo se mueve. Cabeza que sabe el gesto afirmativo y la sonrisa entrenada ajustada a la fachada del rostro, sin origen. Impronta. Si la patria los incluye a ellos, si son la columna vertebral de esa que ellos forjaron como patria y presentan como nacida del desarrollo natural de la historia –si es así, no puedo amar esa patria. No necesito una patria para ser. No la quiero -¿quién nos convenció de aquello? No lloro por mi patria. 

Lloro. Lloro por los humanos que hemos vivido en este territorio como vecinos durante tanto tiempo y no podemos ver lo que hemos hecho. Me duele la indiferencia ignorante y satisfecha de los poetas. Ellos que alardean, nacieron en la palabra, no en el vacío. No interrogarán nunca al silencio, porque se creen poseedores de todos los sonidos. 

Silencio

El ángel se presentó blanco. Lo creí luminoso -elemental error de visión: extensión a la esencia por la apariencia. Esperé a que volara y no pregunté lo más simple: ¿dónde sus alas? Luego de rodear la casa por unos días – ¿meses, años quizá?, tocó a la puerta. Un graznido. Creí que soñaba. Abrí, yo abrí.

No; los mensajeros de guerra son siempre sombríos. Blanco ilusión, luminoso ilusión, asociación simple. 

Desde la orilla –derecha- de mi cama de infancia se colgó mi ángel a mi camisa y en un jalón que me regresó a través de tantos años me giró atrajo a su mirada suplicante. Pero yo ya abrí la puerta, pensé. Ahora pienso y sé, no había manera de esconderse. Estos mensajeros llegan cuando la desdicha ya es bruma penetrando los campos y un cielo severo y opaco. Mi mano aún sostiene la cerradura. Impotencia: si la mano que abrió hubiese apretado mis ganas de aliento… -podría hacerlo ahora- No me obedece. Mano esclava de la esperanza. Entonces no era mi ángel de la guarda. Mi ángel nunca fue blanco. ¿Por qué me engañé entonces? 

*

Declaración de amor a tempo de un dos tres. Tengo un amor ávido de sus labios. Dos tres, me inclino. Unos labios sin rostro. Tres tres. Ávido amor se estrella en ojos marmóreos. Mi nariz se entierra en su ausencia a través de los siglos de los siglos. Te amé desde la primera edad de la tierra. Contemplé uno a uno… Recordé cada uno de los despertares para sugerir infinitas combinaciones del vuelo de los pájaros al alba cada vez que te asomaras a mi mirada. Y un día tan solo tuve para sentir su aleteo en la  indescifrable benevolencia de tu abrazo. Soporté las golondrinas –no las quiero- me troqué en témpano para aprender el níveo existir expulsando lo gélido – ¿no brillaste cuando te acogí en mi manto? 

Dos tres aquieto tu miedo en mi ámbar. Cesa el afán, conocemos en esta unión lo que no se puede nombrar. Tres tres y uno de espuma de mar. La brisa nos porta en armonía vibrante a tempo de certeza de instante, amor imperturbable que es. Cuando no en mi ámbar, en tus mejores segundos de peregrinaje por las riveras de la vida, ven a mí como aroma de azahar, como recuerdo de canción de cuna y saltos de Baco en el paladar. Arriesga, adentra, aviva. Sustento tu libertad. Tan vasta es esta unidad que el universo entero es el campo donde paseamos. Juega. Dos tres te ocultas tras las cortezas -mi piel, poros brunos. Transmutado, musgo o planeo vertiginoso de pájaro, entonces soy la humedad misma o el viento con brío bajo tus alas ya sin plumas. 

Mi arena para tu estela. 

*

No lo vio morir.
Experimentó una sensación que los humanos suelen llamar culpa por no haber muerto ella también
o haberlo visto, por lo menos.
Culpa: como si de la coronilla a los pies la atravesaran cuerdas de órgano y un aficionado las rasgara. 
No hay más que estridencia y la piel guarda el eco de las amañadas y rebeldes uñas del mal músico. 
Esa era su culpa.
Marina pensó en aquella imagen para un poema. Pero no la escribió. Las manos no se detenían.
Se pregunta: ¿qué habrá visto en ese preciso instante de abandonar el mundo?
¿Qué habrá visto en ese preciso instante de abandonar el mundo?

Lux miseria

Sus dedos de vieja sostienen un rosario bajo la luz de una vela, brazo de catedral primal –prehistórica.
 Los ojos de la vieja: dos cuencas. De las cuencas conexiones chispeantes. De nuevo los dedos, articulan como robot. 
Gris la piel. Dientes en marfil. 
Cuerpos mutilados de todas las guerras de la humanidad. La tierra es una costra que supura. 
El techo del mundo es rojo naranja. Apoteósico. Penderecki.
 Los huesos salen de la tierra aferrados a las teclas, a las pantallas. 
Exterminio de la visión. Resignación de muñones. Todo por el todo. 

*

Marina, Marina, Marina.
El mundo. 

*

“Amar” desde la primera edad de la tierra. El mundo se está cayendo, se ha caído ayer y hoy y recordamos que mañana será así. 

Alguien hace caer el mundo. El espíritu de la historia… puede ser, mientras la historia sea una máscara cuyo rol se rotan humanos de carne y hueso. ¿Y dónde queda el “espíritu de la historia”? Queda hecho del silencio de los actores que nunca avisan cuándo se cambian el rol, a quién pasan la máscara. El espíritu de la historia es el silencio solapado, más cómplice aun cuando se deja encubrir en el momento justo en que iba a destruirse. Silencio asesino de algo que sería lo no esperado sucediendo. 

“Quiero contemplar el espectáculo entre sus brazos”- a ella no le importa nada, aunque lo intuya.
No quiso que le importara.
 Gestos de lamentación de todos los que expresan su dolor.
En las pantallas.
Ella lo vio.
Su cuerpo crujió rememorando la sierra que los destruyó.
 ¿Los conocía? –No. ¿Acaso debe conocerse a un humano para sentirse humano?
 ¿Debe haberse tocado su mano para que la propia mano recuerde el apretón? Sin sentido.
Nos habríamos ahorrado medio mar rojo.

*

Rojo más rojo más rojo. No quiero compasión. No perdono. Hoy quiero odiar por el olvido y los gestos aprendidos de compasión. Odiar la ambigüedad que también me pertenece. No me importa. No me salen lágrimas. Las provoco. 
Tráelo de vuelta. Traiganlos a todos. ¿A quién grito? ¿A los del rojo? ¿La bandera? ¿Tras la pantalla? ¿Tras un escritorio? ¿Julio César? ¿El primer emperador, Cleopatra, Macbeth, Mary la roja, el que no tiene nombre pero gozó de atardeceres seguidos sin otra ocupación que respirar impasible el aire que huele a trabajo, sudor de otras frentes?  
Mi hija murió de hambre. Escueto. Eso es. Mi hijo cayó en el calabozo de la injusticia por ser hijo de una paridora de ideas holgadas, no satisfechas, y de un “hombre blanco burgués”. Mi hermana cayó sobre su sombra para ganarle por fin “el juego de las cogidas”. “Cogida” debió decirle al oído en el último segundo –victoria inocente de ser victoria de alguien más. Escueto, así es. Yo moriré con una soga al cuello. 
Que todos me oigan: sueño con la muerte. No perdono, no olvido, y hoy odio. 

Duermevela

Los párpados sucumben, caen pesados haciendo de barraca a las lágrimas. 
Mercado.  
Cestos vacíos, multiplicados al infinito. Tiendas de mercado con techo en jirones. Colores opacos, cielo de lluvia.
Infinita insaciabilidad. “Gregorio tiene hambre”. Mordisco en el pezón, cuando la mirada desciende, no hay nadie.  
“Gregorio muere de hambre y Vera también”. Vehículo apeñuscado de cuerpos atraviesa el camino de cestos. “Son más bien huesos”, se sienten punzando la piel. Los cestos en el vehículo. 
Gafas empañadas. No se ve, pero se sienten los huesos. Huele a mierda y a mugre.
La pobreza huele, la guerra huele. Pólvora.
Dientes negros, más amarillo, más chueco; mascan vacío; es maña. “Dientes creativos –inventan el alimento…
“Una buena línea, no tengo donde escribir, dientes creativos… guardo, repito”. Una gota en la sien, en la mano, en el suelo. Más gotas. Estruendo. No, no es lluvia, es un bombardeo. 
“¿A dónde vine a parar?”
Tras una puerta. Madera maciza, al girar, una catedral. Al fondo bajo la cúpula los santos encerrados en el decorado barroco. 
Rostros y poses falsas, no expresivas. Sólo ella, la de Bernini. No es gris. 
Bajo la mano de la extasiada. Sus dedos en los dedos. Orgasmo. Saliva de los labios. 
“Te necesito”, las manos en los muslos, un jadeo. “Que acabe este absurdo de pasar el dinero a otras manos”
De nuevo los muñones. Gritos. Cabezas sucumben ante el impacto. “Era burgués, tenía esto y aquello…”
Bala en la sien.
El cuerpo ya está torturado.
“No hay ley. Mis manos envejecieron. ¿Dónde están los cestos?” 
Balas y más balas. Manos deshuesan cuerpos como pollos. 
Escuela vacía. 
Terror. Unos hombres uniformados. Los niños observan el tablero. Gemidos desde el otro cuarto. Una violación. 
Los niños con los ojos en las pantallas. Escuchan. Recitan los gestos de compasión. 
“Busca la soga, dónde, antes de que me encuentren.” 
“Escribo y no tomo-tengo partido. Tengo miedo. No veo más que carbón -¿qué sabe hacer? Nada. Soy inútil.”

Gemido. Juegan con la cabeza del asesinado. Dicen: “No es víctima, es un ladrón”. “¿Y ustedes qué son, asesinos?” Los niños callan. En el pupitre- el mundo entero es un solo silencio que mira en las pantallas de los teléfonos. “Terrible, terrible” En todos los idiomas posibles. 

Un hombre sostiene a su hijo huesudo y lo arroja al cesto. “Algo de comer al cesto” 

Gregorio en el regazo. Lágrimas, por fin –lo aferra. “Mi hermana se aleja, me mira”. 

“Dejaste que muriera, Marina.” “No, bien sé que no. Lo mató su tiempo, la historia.” “¿La revolución?” “No, la revolución no sucedió. Su vulgar reflejo, el espejismo. No entramos al agua, navegamos sobre ella. Deleite en el reflejo.” 

Pesa algo en el pecho. Se siente agua. Agite, no hay aire. Los cestos de nuevo, manos vacías, mordisco de Gregorio. 

Presencia del morir. 

*

Hálito hecho mármol celeste –si la muerte más que un fin es una condensación. Seré mármol que se soñó carne y tejido. 
Pálida tez. 
Mi “yo” se desliza por todos los espacios que visité. No es sobrecogedora esta vivencia. Omnipresencia en ayer y hoy que consuma el futuro que me auguraba al tenderme a los pies del morir y llamarlo con mi corazón sediento de no más esta estrechez. Me deslizo, se desliza mi “yo” hacia… De palabras a sonidos, de sonidos a silencio en movimiento. Dejaré de pensar. Atravesaré el umbral hacia la trascendencia. 
No pensaré estrechamente. Mármol, luz clara. Silencio y liviandad. Manos de seda me moldean el alma. Me deshago en los dedos del morir. 
Y el morir conserva la sustancia. De mí algo queda. Algo perenne que sigue llevando lo que yo conservé también y ahora va siendo otro algo… 

Encuentro

(Habla el amado, muerto bajo el zarpazo impasible de la soberbia ciega)

« No me ven. Me tocan, me cargan, me gritan. Soy este cuerpo lacerado. Tú sigues habitando la montaña. Llévame. Quiero la libertad. No voy a escribir palabra que no esté filtrada por mi comprensión. No escribo alabanzas para nadie. No tenemos iconos en nuestra pared. Un ícono, lo necesitan los humanos. Por una grieta me cuelo y digo que no. Tal vez no. No me ven, Marina. Eso me fascina también: la idea no es movimiento en la experiencia para ellos; es un marco, no hay más allá.  

¿Qué no hice? Todo. Tiempo vertiginoso. « No hice » seguirlos. No pude. Porque soy un burgués y amo mis beneficios. Sí, así es, “escueto”, como tú dices. Dinero. He comido bien, tengo el privilegio de usarlo para vivir conociendo. No quiero más. Sé que hay quienes quieren más. Yo no. Me bastaba. Distribuir. Antes de eso: liberar al humano del yugo de la historia, del poder coqueto que es amigo de la envidia y la destrucción. Imposible. Se va a repetir de modo distinto porque late lo mismo. 

Mi cuerpo ya no es el que te penetró, al que bendijiste con tu alma fundiéndose, como dices. » 

Visión. Sensación de tenerlo en los brazos. Viene el recuerdo en medio de las ruinas. Sus ojos la miran abiertos ya sin brillo. Con las yemas moldea el rostro, cosquillea su amor juvenil al recorrer de nuevo aquél mentón de bello podado. Con las yemas sobre su plexo, tocar a la puerta, suave. A falta de un lugar preciso, tal vez allí esté su alma. Que despierte. Desear que despierte. Del deseo al abismo, una mano desuella en el vacío entre el vientre y el latido.
Es el origen del dolor, inasible. 

Soledad más sola cuando aquellos miran por las pantallas.
Hacen los gestos aprendidos de dolor. Lamentan la muerte como si asistieran a otro evento en la agenda. 

Él los mira: dos brazas por ojos. 

Fanfarria, danza macabra. Canto gitano. Marina niña danza descalza -campanas en los pies-, con sus manos parece moldear la flama. Humanos que festejan la partida, que en canto lamentan y evocan una trascendencia. 

Sobre el lomo del bisonte. Un horizonte muere.


Escribí Marina hace unos años, cuando me sumergía en sus « visiones » y me dejaba seducir por el estado poético al que era fiel.
Su voz sigue acompañándome. 
Celebro su vida, con la que fabulé juegos de palabras como estrategias para atraerla. Me entretengo en conservar un aroma, una palabra, un gesto.
Lorena T. Junio de 2021

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