La industrialización de la mente
por Hans Magnus Enzensberger
A todos nosotros, no importa cuan indecisos seamos, nos gusta pensar que somos soberanos supremos en nuestras propias conciencias, que somos dueños y señores de lo que nuestras mentes aceptan o rechazan. Dado que el Alma ya no es mencionada con la misma frecuencia, excepto por sacerdotes, poetas y músicos pop, el último refugio del catastrófico mundo que el ser humano puede encontrar parece ser su propia mente. ¿Dónde más puede esperar soportar el asedio cotidiano, sino desde dentro de sí mismo? Incluso bajo las condiciones de un régimen totalitario, en el que ya nadie puede fabular que su hogar es su castillo, la mente del individuo es considerada una especie de última ciudadela defendida con ardor, aunque esta fortaleza imaginaria podría haber sido tomada hace mucho tiempo por un ingenioso enemigo.[1]
Ninguna ilusión es más tercamente defendida que la soberanía de la mente. Este es un buen ejemplo del impacto de la filosofía en la gente que la ignora, pues la idea de que los seres humanos pueden “tomar decisiones” individualmente y por sí mismos ha derivado esencialmente de los principios de la filosofía burguesa: Descartes de segunda mano, Husserl venido a menos, idealismo de sillón. Y todo esto conduce a una suerte de “hazlo tú mismo” metafísico. No estaría tan mal, creo, si desempolvamos la admirablemente lacónica afirmación que uno de nuestros clásicos hizo hace más de un siglo: “Lo que ocurre en nuestras mentes siempre ha sido y siempre será un producto de la sociedad”.[2] Esta es una intuición relativamente reciente.
Aunque esto es válido para toda la historia humana desde que surgió la división del trabajo, no pudo ser formulado antes de la época de Karl Marx. En una sociedad en la que la comunicación era en gran parte oral, la dependencia del pupilo hacia el profesor, del discípulo hacia el maestro, del rebaño hacia el sacerdote era dada por sentada. Que unos pocos pensaran, juzgaran y decidieran por la mayoría era un asunto habitual y no un asunto por investigar. El humano medieval probablemente era dirigido por los otros, a tal punto que nuestra sociología no alcanzaría a comprender. Su mente era, en gran medida, modelada y procesada desde “afuera”. Pero el negocio de la enseñanza y del adoctrinamiento era enteramente sencillo y transparente -tan transparente, de hecho, que se volvió invisible como problema. Solo cuando los procesos que dan forma a nuestras mentes se hicieron opacos, enigmáticos, inescrutables para el humano común, solo con la llegada de la industrialización, emergió sinceramente la pregunta por cómo son formadas nuestras mentes. La industria de la mente realmente es un producto de los últimos cien años. Se ha desarrollado a tal paso, y ha asumido formas tan variadas, que ha superado nuestra comprensión y control. Nuestra discusión actual sobre los “medios” parece sufrir de limitaciones teóricas severas. Prensa, cine, televisión, relaciones públicas tienden a ser evaluadas separadamente, según sus tecnologías, condiciones y posibilidades específicas. Cada nueva rama de la industria desata una oleada de teorías.[3] Casi nadie parece consciente del fenómeno como un todo: la industrialización de la mente humana. Este es un proceso que no puede ser comprendido por la mera examinación de su maquinaria. Igualmente inadecuado es el término industria cultural, que se ha vuelto de uso común en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Refleja, más que el alcance del fenómeno mismo, el estatus social de aquellos que han intentado analizarlo: profesores de universidad y escritores académicos, personas a quienes la élite poderosa ha relegado al estrecho confín de lo que se conoce como “vida cultural” y quienes consecuentemente se han resignado a llevar la desafortunada etiqueta de críticos culturales. En otras palabras, están certificados como inofensivos; se supone que piensen en términos de Kultur [cultura] y no en términos de poder.
Ahora bien, el vago e insuficiente eslogan de industria cultural sirve para recordarnos una paradoja inherente a todo el trabajo mediático. La conciencia, aunque falsa, puede ser inducida y reproducida por medios industriales, pero no puede ser producida industrialmente. Es un “producto social” ingeniado por personas: su origen es el diálogo. Ningún proceso industrial puede reemplazar a las personas que lo generan. Y es precisamente este truismo el que el término arcaico cultura quiere, aunque en vano, recordarnos. La industria de la mente es monstruosa y difícil de entender porque, estrictamente hablando, no produce nada. Es una intermediaria, comprometida solo con derivados secundarios y terciarios, con transmisión e infiltración, con el aspecto fungible de lo que multiplica y suministra al cliente.
La industria de la mente puede recibir cualquier cosa, digerirla, reproducirla y regurgitarla. Lo que sea que nuestras mentes puedan concebir es grano para su molino. Nada quedará inmaculado: es capaz de trocar cualquier idea en un eslogan y cualquier obra de la imaginación en un éxito. Este es su poder abrumador, y a la vez su punto más vulnerable: prospera gracias a una materia prima que no puede manufacturar por sí misma. Depende de la misma sustancia a la que más debe temer, y debe aniquilar aquello de lo que se alimenta: la productividad creativa de las personas. De ahí la ambigüedad del término industria cultural, el cual toma al pie de la letra los postulados de la cultura, en el sentido antiguo de la palabra, y los postulados de un proceso industrial que casi ha devorado. Insistir en estos postulados sería ingenuo; criticar la industria desde el punto aventajado de una “educación liberal” y elevar clamores confortables contra su vulgaridad, no cambiará ni revivirá a las almas muertas de la cultura: tan solo ayudará a fortalecer los ghettos de programas educativos y a llenar la reducida, sección culta de los periódicos dominicales. Al mismo tiempo, la acusación de la industria de la mente sobre terrenos puramente estéticos tenderá a oscurecer su más amplio sentido social y político.
En el otro extremo, encontramos las críticas ideológicas a la industria de la mente, cuya atención se limita usualmente al rol que tiene como instrumento de propaganda política directa o escondida, y que tratan de destilar el contenido político de los mensajes por ella reproducidos. Muy a menudo, la comprensión subyacente de la política es extremadamente estrecha, como si se tratara de tomar partido en el concurso diario por el poder. Así como en el caso de la “crítica cultural”, esta actitud no puede esperar ponerse al día con los efectos de largo alcance de la industrialización de la mente, dado que es un proceso que abolirá la distinción entre conciencia privada y pública.
Así, mientras que la radio, el cine, la televisión, la grabación, la publicidad, y las relaciones públicas, nuevas técnicas de manipulación y propaganda, se discuten vivamente, cada una en sus propios términos, la industria de la mente, tomada como un todo, es desatendida. La publicación de periódicos y libros, su más antigua y en muchos aspectos su rama más interesante, difícilmente es motivo de un comentario serio, presumiblemente porque carece del atractivo de la novedad tecnológica. Aún así, mucho del análisis proporcionado en las Ilusiones Perdidas de Balzac, es tan pertinente hoy como lo fuera hace cien años, como lo confirmaría cualquier libretista de Hollywood que esté familiarizado con el libro. Otras ramas más recientes de la industria permanecen aún ampliamente inexploradas: la moda y el diseño industrial, la propagación de religiones establecidas y otros cultos esotéricos, sondeos de opinión, simulación y, por último pero no menos importante, el turismo, que puede ser considerado como un medio de masas por derecho propio.
Sobre todo, sin embargo, no somos lo suficientemente conscientes del hecho de que el despliegue total de la industria de la mente aún está por venir. Hasta ahora no ha logrado tomar el control de su esfera más esencial, la educación. La industrialización de la instrucción, en todos los niveles, apenas ha empezado. Mientras aún cedemos a controversias sobre los currículos, los sistemas escolares, las reformas en colegios y universidades, y la escasez en las profesiones educativas, están siendo perfeccionados sistemas tecnológicos que despojarán de sentido todos los ajustes que estamos considerando. El laboratorio de lenguas y el circuito cerrado de televisión son solo los predecesores de un sistema educativo totalmente industrializado que hará uso de programación cada vez más centralizada y de los avances recientes en el estudio del aprendizaje. En ese proceso, la educación se convertirá en un medio de masas, el más poderoso de todos, y un negocio de billones de dólares.
Nos demos cuenta o no, la industria de la mente está creciendo más rápido que ninguna otra, sin excluir la del armamento. Se ha convertido en la industria clave del siglo veinte. Los que están involucrados en el juego del poder hoy en día -líderes políticos, agentes de inteligencia y revolucionarios – han captado muy bien este hecho crucial. Siempre que un país industrialmente desarrollado es ocupado o liberado hoy en día, siempre que hay un golpe de estado, una revolución, o una contrarrevolución, las unidades policiales, los paracaidistas, los guerrilleros, ya no aterrizan en las plazas públicas de la ciudad o se toman los centros de industria pesada, como en el siglo diecinueve, o lugares simbólicos como el palacio real; en cambio, el nuevo régimen se apoderará, primero que todo, de las estaciones de radio y televisión, las centrales telefónicas y de télex, y las imprentas. Y después de haberse atrincherado a sí misma, en general, dejará en paz a aquellos que manejan los servicios públicos y las industrias manufactureras, por lo menos al principio, mientras todos los funcionarios que mueven la industria de la mente serán inmediatamente reemplazados. En situaciones tan extremas, la posición clave de la industria se hace bastante clara.
Cuatro son las condiciones necesarias para su existencia. Brevemente, son las que siguen:
- La ilustración, en el sentido más amplio, es el prerrequisito filosófico de la industrialización de la mente. No puede ponerse en marcha hasta que el régimen de la teocracia, y con él la fe de la gente en la revelación y la inspiración, en las Sagradas Escrituras y el Espíritu Santo como era enseñada por el clero, es derrocado. La industria de la mente presupone mentes independientes, incluso cuando tiene el propósito de privarlas de su independencia. Esta es otra de su paradojas. La última teocracia en desaparecer fue la del Tibet. Desde entonces, la condición filosófica se ha cumplido a lo largo y ancho del mundo.
- Políticamente, la industrialización de la mente presupone la proclamación de los derechos humanos, de igualdad y libertad en particular. En Europa, este umbral fue atravesado por la Revolución Francesa; en el mundo comunista, por la Revolución de Octubre; y en América, Asia y África, por las guerras de liberación del régimen colonial. Obviamente, la industria no depende de la realización de estos derechos; para la mayoría de las personas, nunca han sido más que pretensión o, por mucho, una promesa distante. Por el contrario, solo el margen entre ficción y realidad provee a la industria de la mente con su teatro de operaciones. La conciencia, tanto individual como social, se volvió un asunto político solo desde el momento en que surgió en la mente de las personas la convicción de que cada uno debía tener algo que decir sobre su propio destino, así como sobre el de la sociedad en general. Desde el mismo instante en que cualquier autoridad tuvo que justificarse a sí misma a los ojos de aquellos a quienes gobernaría, la coerción por sí sola no sería suficiente. Aquél que gobierna debe persuadir, reclamar las mentes de las personas y cambiarlas, en una era industrial, valiéndose de todos los medios industriales a su alcance.
- Económicamente, la industria de la mente no puede alcanzar la madurez a menos que una cantidad de acumulación primaria haya sido lograda. Una sociedad que no puede proveer el superávit necesario, ni la necesita ni puede permitírsela. Durante la primera mitad del siglo diecinueve en Europa Occidental, y bajo condiciones similares en otras partes del mundo, que prevalecieron hasta hace poco, campesinos y trabajadores vivían en condiciones precarias. Durante esta etapa de desarrollo económico, la ficción de que la clase trabajadora es capaz de determinar las condiciones de su propia existencia carece de sentido; el proletariado es sometido por coerción física y fuerza no disimulada. Métodos arcaicos de manipulación, como son empleados por la escuela y por la iglesia, por la ley y el ejército, junto a costumbres antiguas y convenciones, son suficientes para que la minoría gobernante mantenga su posición durante las primeras etapas de desarrollo industrial. En cuanto las industrias básicas hayan sido establecidas firmemente y la producción en masa de bienes de consumo haya empezado a llegar a la mayoría de la población, las clases gobernantes tendrán que enfrentar un dilema. Métodos más sofisticados de producción exigen un nivel educativo en aumento constante, no sólo para los privilegiados sino también para las masas. La compulsión inmediata que mantiene a la clase trabajadora “en su lugar”, disminuirá lentamente. Las horas laborales se reducen, y el nivel de vida aumenta. Inevitablemente, las personas se volverán conscientes de su propia situación; ahora pueden permitirse el lujo de tener una mente propia. Por primera vez, se vuelven conscientes de sí mismos trascendiendo el más primitivo y vago sentido de la palabra. En este proceso son liberadas inmensas energías humanas, energías que inevitablemente amenazan el orden económico y político establecido. Hoy en día este proceso revolucionario puede verse en marcha en un gran número de naciones emergentes, en las que ha sido retardado artificialmente por poderes imperialistas. En estos países las condiciones políticas, si no las económicas, para el desarrollo de industrias de la mente pueden lograrse de un día para otro.[4]
- Alcanzado cierto nivel de desarrollo económico, la industrialización trae consigo la última condición para el surgimiento de la industria de la mente: la tecnología de la que depende. Los primeros usos industriales de la electricidad estaban dedicados a la energía y no a las comunicaciones: el dínamo y el motor eléctrico precedieron a la válvula amplificadora y a la cámara filmadora. Hay razones económicas para este retraso: las bases de las tecnologías de la radio, el cine, la grabación, la televisión y los computadores no pudieron ser establecidas antes del advenimiento de la producción de bienes de lujo en masa y del acceso general a la energía eléctrica.
En nuestra época, las condiciones tecnológicas para la industrialización de la mente existen en cualquier lugar del planeta. No puede decirse lo mismo de los prerrequisitos políticos y económicos. No obstante, es solo cuestión de tiempo hasta que se encuentren. El proceso es irreversible. Por eso, toda crítica de la industria de la mente que sea abolicionista en su esencia, es inepta y no viene al caso, puesto que la idea de detener y liquidar la industrialización en sí misma (lo a cual está implicado en tal crítica) es suicida. Hay una macabra ironía en una propuesta semejante, pues de hecho abolirse a sí misma ya no es un problema técnico para nuestra civilización. Sin embargo, difícilmente es esto lo que las críticas conservadoras tienen en mente cuando se quejan sobre la pérdida de los “valores”, la perversión de la civilización de masas, y la degeneración de la cultura tradicional a manos de los medios. La idea es, más bien, dejar de lado todas estas cosas desagradables y sobrevivir, como una élite de opinadores felices, en medio de las mejores comodidades que ofrece una casa de campo.
Sin embargo, los trabajos de la industria de la mente han sido analizados, en parte, una y otra vez, a veces con gran ingenuidad e intuición. En lo que respecta a los países capitalistas, las críticas han dirigido sus ataques en mayor medida contra los medios nuevos y la publicidad comercial. Tanto conservadores como marxistas han estado prestos a deplorar su lado corrupto. Es una objeción que difícilmente toca el corazón del asunto. Dejando de lado el hecho de que tal vez no sea menos inmoral beneficiarse de la producción en masa de nuevas sinfonías que de jabones y neumáticos, objeciones de este tipo pasan por alto las verdaderas características de la industria de la mente. Sus sectores más avanzados han dejado de vender cualquier tipo de bien desde hace tiempo. Con la creciente madurez tecnológica, el sustrato material, papel o plástico o celuloide, tiende a desaparecer. Solamente en los retoños más anticuados del negocio, como por ejemplo en el comercio de libros, el aspecto material del producto representa un papel económico importante. En este sentido, una estación de radio no tiene nada en común con una fábrica de fósforos. Con la desaparición del sustrato material, el producto se vuelve más y más abstracto, y la industria depende menos y menos de venderlo a sus clientes. Si compras un libro, pagas por él en términos de su costo real de producción; si recibes una revista, solo pagas una fracción de ella; si sintonizas un programa de radio o televisión, lo recibes virtualmente gratis; la publicidad directa y la propaganda política es algo que nadie compra. Por el contrario, nos las embuten garganta abajo.
Los productos de la industria de la mente ya no pueden ser entendidos en términos de un mercado de vendedores y compradores, o en términos de costos de producción: son, por así decirlo, gratuitos. La explotación capitalista de los medios es accidental y no intrínseca; concentrarse en su comercialización es no comprender y pasar por alto el servicio específico que la industria de la mente presta a las sociedades modernas. Este servicio es esencialmente el mismo en todo el mundo, sin importar cómo es operada la industria: bajo administración estatal, pública o privada, en una economía capitalista o socialista, con ánimo de lucro o sin él. El negocio e inquietud principal de la industria de la mente no es vender su producto; es “vender” el orden existente, perpetuar el patrón prevaleciente de dominación del hombre por el hombre, sin importar quién dirija la sociedad y sin importar por qué medios. Su principal tarea es expandir y entrenar nuestras conciencias con el propósito de explotarlas.
Dado que la “explotación inmaterial” no es un concepto familiar, sería bueno explicar su significado. El Marxismo Clásico ha definido muy claramente la explotación material a la que han sido sometidas las clases trabajadoras desde la revolución industrial. En su forma más cruda, es una característica del periodo de acumulación primaria de capital. Esto es verdad incluso para países socialistas, como se hace evidente en el ejemplo de la Rusia stalinista y en las etapas tempranas del desarrollo de la China Comunista. Tan pronto como las bases de la industrialización son sentadas, no obstante, se hace claro que solo la explotación material es insuficiente para garantizar la continuidad del sistema. Cuando la producción de bienes se expande más allá de las necesidades más inmediatas, las viejas proclamas de los derechos humanos, no importa cuán diluidas por la retórica del establecimiento y no importa cuán eclipsadas por décadas de adversidades, hambruna, crisis, trabajado forzado y terror político, ahora despliegan su fuerza potencial. Está en su naturaleza que, una vez proclamados, tales derechos no puedan ser revocados. Una y otra vez, las personas van a tratar de tomarlos al pie de la letra y, eventualmente, a pelear por su realización. Así, desde las grandes declaraciones del siglo dieciocho, cada gobierno de la minoría sobre la mayoría, organizado como sea, ha enfrentado la amenaza de revolución. La democracia real, como opuesta a las fachadas formales de la democracia parlamentaria, no existe en ninguna parte del mundo, pero su fantasma persigue a todo régimen existente. En consecuencia, todas las estructuras de poder existentes deben buscar obtener el consentimiento, aunque sea pasivo, de sus súbditos. Incluso los regímenes que dependen del poder de las armas para su supervivencia, sienten la necesidad de justificarse a sí mismos ante los ojos del mundo. Por lo tanto, el control del capital, de los medios de producción, y de las fuerzas armadas, ya no es suficiente. Las élites auto designadas que dirigen las sociedades modernas deben controlar las mentes de las personas. Lo que cada uno de nosotros acepta o rechaza, lo que pensamos y decidimos ahora es, aquí como en Vietnam, un asunto político de primera línea: sería muy peligroso dejarnos estas cuestiones a nosotros mismos. La explotación material debe camuflarse a sí misma para sobrevivir. La explotación inmaterial se ha convertido en su corolario necesario. Las minorías no pueden seguir acumulando riqueza a no ser que acumulen el poder de manipular las mentes de la mayoría. Para expropiar la energía humana tienen que expropiar el cerebro. Lo que ha sido abolido en las sociedades afluentes de hoy en día, de Moscú a los Ángeles, no es la explotación, sino nuestra conciencia de ella.
Requiere mucho esfuerzo mantener este estado de cosas. Hay alternativas para ello. Pero ya que todas ellas derrocarían inevitablemente los poderes prevalecientes, una industria entera está comprometida con acabar con ellas, eliminando futuros posibles y reforzando el patrón presente de dominación. Hay muchas formas de lograr este cometido: por un lado, encontramos la total censura, prohibiciones, y un monopolio estatal de todos los medios de producción de la industria de la mente; por otro lado, las presiones económicas, la distribución sistemática de “castigo y recompensa”, y la ingeniería humana, pueden hacer el trabajo así de bien y mucho más sutilmente. La pauperización material del último siglo ha sido continuada y reemplazada por la pauperización inmaterial de hoy. Su manifestación más obvia es la disminución de opciones políticas disponibles para los ciudadanos de las naciones más avanzadas: a una masa de don nadies políticos que ni se enterarían si se decretase el suicidio colectivo, se opone un número cada vez mayor de magnates políticos. Que este estado de cosas sea fácilmente aceptado y voluntariamente soportado por la mayoría, es el más grande logro de la industria de la mente. Describir sus efectos en la sociedad actual no significa, sin embargo, describir su esencia. El surgimiento de la industria textil ha arruinado a los artesanos de India y causado la proliferación del trabajo infantil en Inglaterra; pero estas consecuencias no se derivan de la existencia del telar mecánico. No hay más razones para suponer que la industrialización de la mente humana deba producir explotación inmaterial. Incluso sería justo decir que eventualmente, por su propia lógica, acabará con los mismos resultados que tiene hoy. Pues esta es la más fundamental de todas sus contradicciones: para obtener consentimiento, tienes que garantizar una elección, sin importar cuán marginal y engañosa; para aprovechar las facultades de la mente humana, tienes que desarrollarlas, sin importar cuán estrecha y deformemente. Tal vez una medida del poder abrumador de la industria de la mente sea que ninguno de nosotros puede escapar a su influencia. Nos guste o no, asegura nuestra participación en el sistema en su conjunto. Pero esta participación puede virar, un día, de pasiva a activa y convertirse en una amenaza para el mismo orden que supuestamente debía defenderse. La industria de la mente tiene una dinámica propia que no puede detener, y no es por casualidad sino por necesidad que en su movimiento haya corrientes que van en contra de su misión presente de estabilización del status quo. Un corolario de su progreso dialéctico es que la industria de la mente, aunque supervisada de cerca en sus operaciones individuales, nunca es enteramente controlable en su conjunto. Siempre hay fugas, grietas en la armadura; ninguna administración confiará en ella sin reservas.[5]
Para explotar las facultades intelectuales, morales y políticas de las personas, tienes que lograr desarrollarlas primero. Este es, como hemos visto, el dilema básico enfrentado por los medios de hoy. Cuando desplazamos nuestra atención de los consumidores de la industria hacia sus productores, los intelectuales, encontramos este dilema agravado e intensificado. En términos de poder, por supuesto, no puede caber duda sobre quién dirige el negocio. Ciertamente no son los intelectuales quienes controlan el establecimiento industrial, sino el establecimiento el que los controla. Las oportunidades para que las personas productivas tomen el control de sus medios de producción son escasas: precisamente para prevenirlo está diseñada la estructura actual. Sin embargo, incluso bajo las circunstancias actuales, la relación no se da sin cierta ambigüedad, dado que no hay forma de hacer funcionar la industria de la mente sin reclutar los servicios de por lo menos una minoría de humanos que puedan crear algo. Excluirlos sería contraproducente. Por supuesto, es perfectamente posible usar todo el inventario de trabajo original acumulado y adaptarlo, diluirlo y procesarlo para el uso de los medios; y sería bueno recordar que mucho de lo que se pretende nuevo, de hecho es derivado. Si examinamos la estructura armónica y melódica de cualquier canción popular, lo más probable es que resulte empleando invenciones de compositores serios de hace siglos. Lo mismo es cierto para los clichés dramatúrgicos de obras mediocres: diluidos hasta no ser reconocidos, repiten patrones tradicionales tomados del drama y la novela del pasado. Con el tiempo, sin embargo, el uso parasitario del trabajo heredado no es suficiente para nutrir la industria. Sin importar cuán vasto sea el inventario, no puedes vender sin reabastecimiento; de ahí la necesidad de “reinventar”, la dependencia de los medios en los humanos capaces de innovación, en otras palabras, en agitadores potenciales. Es inherente al proceso de creación que no haya forma de predecir sus resultados. En consecuencia, los intelectuales son, desde el punto de vista de cualquier estructura de poder empecinada en su propia perpetuación, un riesgo para la seguridad. Se necesitan habilidades consumadas para “manejarlos” y neutralizar su influencia subversiva. Toda suerte de técnicas, de las más crudas a las más sofisticadas, han sido desarrolladas con este fin: la amenaza física, el señalamiento, la presión moral y económica por un lado, o, la sobreexposición, la cooptación hacia el culto de estrellas o la élite poderosa por el otro, son los extremos de la gama completa de manipulación. Valdría la pena escribir un manual analizando estas técnicas. Tienen una cosa en común: ofrecen respuestas tácticas a corto plazo para un problema que, en principio, no puede resolverse. Esta es una industria que tiene que contar, como fuente primaria, con las mismas minorías cuya eliminación le fue confiada: aquellos que tienen como propósito inventar y producir alternativas. A menos que logre explotar y manipular a sus productores, la industria de la mente no puede esperar explotar y manipular a sus consumidores. Al nivel de la producción, mucho más que al nivel del consumo, tiene que vérselas con socios que son enemigos potenciales. Comprometidos con la proliferación de la conciencia humana, los medios hacen proliferar sus propias contradicciones.
Las críticas a la industria de la mente que no atinan a reconocer sus ambigüedades centrales son ociosas o peligrosas. El hecho de que muchos críticos de los medios nunca parezcan reflexionar sobre su propia posición, como si su trabajo no fuera parte de lo que critican, es una manifestación de sus limitaciones. La verdad es que, en la actualidad, nadie puede expresar ninguna opinión sin hacer uso de la industria, o más bien, sin ser usado por ella.[6] Cualquiera que no sea capaz de pensar dialécticamente está condenado en cuanto empieza a lidiar con este asunto. Quedará acorralado hasta el punto donde ya no será posible dar vuelta atrás. Hay muchos que sienten repudio al pensar en entrar a un estudio o negociar con los hábiles ejecutivos que dirigen las redes. Detestan, o profesan detestar, la maquinaria de la industria y querrían retirarse a alguna residencia refinada. Por supuesto, no existe tal refugio. Lo aparentemente exclusivo es solo otro estilo, un poco más caro, dentro del mismo conglomerado industrial gigante.
Intentemos más bien trazar la línea entre integridad intelectual y derrotismo. Optar por quedarse fuera de la industria de la mente, rechazar cualquier trato con ella, podría resultar ser una vía reaccionaria. No hay ermita posible para aquellos cuyo trabajo es expresarse francamente y buscar la innovación. Retirarse de los medios ni siquiera salvará de la corrupción la preciada alma de los intelectuales. Sería una mejor idea entrar en el juego peligroso, asumir y calcular nuestros riesgos. En vez de inocencia, necesitamos determinación. Debemos conocer muy bien al monstruo al que nos enfrentamos, y debemos estar constantemente en guardia para resistir las presiones abiertas o sutiles que nos son impuestas.
El veloz desarrollo de la industria de la mente, su ascenso a una posición clave en la sociedad moderna, ha cambiado profundamente el rol de los intelectuales. Se encuentran a sí mismos confrontados a nuevas amenazas y nuevas oportunidades. Lo sepan o no, les guste o no, se han convertido en cómplices de un enorme complejo industrial que depende de ellos para su supervivencia, tanto como ellos dependen de él para la suya. Deben tratar, a cualquier precio, de usarlo para sus propios propósitos, que son incompatibles con los propósitos de la máquina de la mente. Deben subvertir lo que defienden. Pueden jugar sucio o limpio, pueden perder o ganar el juego; pero harían bien en recordar que hay más en riesgo que sus propios destinos.
Texto correspondiente al capítulo 1 de la recopilación de escritos del autor en el libro Critical Essays, editado por Reinhold Grimm y Bruce Armstrong, con prólogo de John Simon. Traduccido del inglés por Freddie López y Lorena Terán.
[1]Este engaño se hizo penosamente evidente durante el régimen nazi en Alemania, cuando muchos intelectuales creyeron que era suficiente retirarse a la “emigración interna”, postura que a la larga implicó rendirse ante los nazis. Ha habido tendencias similares en países comunistas durante el reinado del estalinismo. Ver el excelente estudio de Czeslaw Milosz, The Captive Mind (London, 1953) [La mente cautiva].
[2] Karl Marx, Die deutsche Ideologie, (I Teil, 1845-46) [La ideología alemana, primera parte, 1845-46].
[3] Un buen ejemplo es la ola actual de mcluhanismo. No importa cuan ingeniosas, no importa cuan perspicaces y frescas puedan parecer algunas de las observaciones de este autor, su comprensión de los medios difícilmente merece el nombre de teoría. Su animado desdén hacia las implicaciones sociales y políticas de las mismas es patético. Es muy fácil ver por qué el eslogan “el medio es el mensaje” ha sido recibido con entusiasmo ilimitado por lo medios, en tanto que hace desaparecer, como por arte de magia, la cuestión de la verdad. Que el mensaje sea mentira o no, se ha hecho irrelevante, dado que a la luz del mcluhanismo la verdad misma reside en la mera existencia del medio, sin importar lo que sea que transmita: la prueba de la red está en la red. Es una pena que Goebbels no haya vivido para ver esta redención de su obra.
[4] La importancia del radio transistor en la revolución de Algeria ha sido enfatizada por Frantz Fanon, y el rol de la televisión en la vida política de la Cuba de Castro es un asunto de dominio público.
[5] Un buen ejemplo de este sentido instintivo de inseguridad compartido por los poderes políticos más atrincherado, lo da la cruzada lunática del Senador Joseph McCarthy contra los productores, actores y escritores de Hollywood. La mayoría de ellos ha mostrado una lealtad abyecta a las demandas de la industria a lo largo de sus carreras, y sin embargo ninguna abnegación de sus talentos pudo liberarlos de sospecha. Del mismo modo, Stalin no confió nunca ni en sus más serviles lacayos del establecimiento intelectual.
[6] Entre los que alegremente pasan por alto este hecho, mencionaré algunos filósofos europeos, por ejemplo Romano Guardini, Max Picard y Ortega y Gasset. En América, esta postura esencialmente conservadora ha sido asumida por Henry Miller y varios escritores de la generación Beat.